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Saber y no hacer: La historia de los bifenilos policlorados

La historia de los bifenilos policlorados es semejante a la de otros tóxicos del siglo XX. De modo similar al amianto o a los compuestos de plomo, los productores de organoclorados consiguieron expandir de forma espectacular su producción durante la segunda mitad del siglo XX. Esta expansión se produjo a pesar de la creciente cantidad de datos científicos acerca de su peligrosidad. Muchos datos fueron obtenidos por equipos de investigación al servicio de las propias empresas. Sin embargo, estos saberes promovieron pocas acciones preventivas por parte de las corporaciones. Tampoco fueron publicitados convenientemente dada la amenaza que suponían para la venta de estos productos. Fue necesaria la acción del movimiento medio ambiental, y la creación de organismos públicos dedicados a la protección de las personas trabajadoras, de la salud pública y del medioambiente, para que productos como los PCBs – y otros como el lindano, el DDT, la gasolina y la pintura con plomo, o el amianto – fueran finamente prohibidos en muchos países industrializados en el último tercio del siglo XX. A pesar de todos los esfuerzos, su larga estela tóxica seguirá expandiéndose por todo el planeta durante muchas décadas del siglo XXI, afectando sobre todo a las personas más desfavorecidas, sin recursos suficientes para vivir en ambientes no contaminados.

ace más de 70 años la revista Public Health Reports hizo públicos los resultados de un estudio acerca de la toxicidad de nuevos productos químicos cada vez más empleados por parte de la industria: los bifenilos policlorados (o PCBs, por sus siglas en inglés). Se trataba de un grupo de sustancias formados por moléculas organocloradas, es decir, anillos de carbono e hidrógenos combinados con diversas cantidades de cloro. Pueden tener aspecto de aceite o resinas, son bastante estables y tienen propiedades aislantes del calor y la electricidad. Sus primeros usos fueron en la industria eléctrica para fabricar interruptores, aislantes, transformadores y condensadores. Más adelante se emplearon también en la producción de papeles, en mezclas de insecticidas y junto con otros materiales resistentes al fuego. Uno de los primeros fabricantes fue una pequeña empresa situada en la pequeña población de Anniston (Alabama, USA) que comenzó su producción en la década de 1920. El uso masivo de estos productos se generalizó en la década siguiente, cuando la empresa fue comprada por Monsanto y lideró la producción de PCBs en la segunda mitad del siglo XX.

Fábrica de Monsanto en Anniston (Alabama)

Atendiendo a la expansión en su uso se realizaron diversas investigaciones para conocer los potenciales efectos perniciosos de los PCBs. El informe aparecido en Public Health Reports en 1944 resumía las conclusiones de los experimentos del toxicólogo Cecil Drinker y sus colaboradores. Muchos de sus trabajos habían aparecido en los años anteriores en otra revista prestigiosa, el Journal of Industrial Hygiene and Toxicology. Sus experimentos con ratones mostraban la aparición de serios daños en el hígado para los animales sometidos a diversos tipos de exposición a los PCBs. Los datos experimentales confirmaban por otra parte los datos clínicos observados en trabajadores de la fábrica de Monsanto.

La alta estabilidad de estos productos organoclorados, la misma virtud que condujo a su producción masiva, albergaba un problema de carácter más amplio y generalizado. Los PCBs pronto se convirtieron en riesgos de larga duración para la salud pública y también para el medio ambiente. Así lo confirmaron ya diversos informes de finales de la década de 1950 acerca de las inmediaciones de la fábrica de Anniston, donde la muerte de peces provocó la alarma entre la población. Más preocupante era que la contaminación no se limitaba a los alrededores de las fábricas productoras. Un estudio realizado a finales de 1966 por un equipo de investigadores suecos, bajo la dirección del joven químico danés Sören Jensen, demostró la presencia de PCBs en la animales salvajes, incluso en lugares dónde jamás se había empleado este producto. La alarma púbica creció con la publicación al año siguiente en la revista Nature de un informe que mostraba la presencia de PBCs a lo largo de toda la costa californiana, tanto en aves como en fauna marina de consumo humano. Parecía evidente que los PCBs estaban entrando en el ecosistema con intención de quedarse. La respuesta de Monsanto a estos trabajos, que puede leerse aquí, siguió la tendencia general en estos casos. La compañía afirmaba realizar abundantes análisis toxicológicos en este terreno y destacaba que “los primeros resultados sobre la toxicidad crónica de los PCBs confirmaban que no eran altamente tóxicos”. Recordaba también la empresa que “la fuente de los residuos marinos identificados como PCBs es desconocida” y “serán necesarias muchas investigaciones de escala global para confirmar o negar las conclusiones científicas” de los estudios realizados en Suecia o en Norteamérica. Sembrar dudas acerca de la fiabilidad de las investigaciones, apuntar los vacíos en el saber del riesgo tóxico, negar el peligro hasta ser ya inevitable. Son estrategias retóricas que resultan comunes en industrias relacionadas con el tabaco, los pesticidas o la radioactividad. Los “mercaderes de la duda” hicieron también su labor en el caso de los PCBs para retrasar al máximo las medidas de control.

A pesar de las incertidumbres más o menos provocadas, los datos alarmantes continuaron acumulándose en los archivos de Monsanto. Un informe de 1969 de Robert Lee Metcalf, uno de los más famosos entomólogos norteamericano y pionero de la toxicología medioambiental, estimaba que alrededor de 4500 toneladas de PCBs se acumulaban en el medio ambiente cada año. Todos estos informes fueron cuidadosamente recopilados y discutidos por la principal empresa productora de estos productos, Monsanto. La multinacional decidió finalmente establecer un comité especial en los años sesenta para abordar la posible crisis que podría producirse. Tras estudiar la información disponible, el comité emitió un informe descorazonador en octubre de 1969, centrado en los productos Aroclor, que eran uno de los más populares:

El comité cree que hay pocas posibilidades de poder evitar mediante alguna acción la creciente incriminación de determinados PCBs [Aroclor 1254 y 1260 eran las marcas comerciales] como contaminantes casi globales de la comida humana (particularmente del pescado), la muerte de algunas especies marinas (gambas), y la posible extinción de varias especies de aves comedoras de peces. Además, el comité cree que no existe ninguna medida eficiente que pueda llevarse a cabo para controlar de forma efectiva los usos de estos productos, de modo que se evite la contaminación medioambiental en su totalidad. Hay, sin embargo, una serie de acciones que se deben tomar para prolongar la manufactura, venta, y uso de estos determinados PCBs [Aroclor].

El informe muestra que la compañía seguía interesada en mantener las ventas de unos productos con altos rendimientos económicos, a pesar de las pruebas acumuladas sobre los riesgos para para trabajadores, consumidores y medio ambiente. No fue la acumulación de saberes científicos lo que condujo a las acciones regulatorias, ni tampoco a la limitación del uso y circulación de los PBCs. Más bien fue la acción combinada del creciente movimiento ecologista y de las nuevas agencias de regulación de los años setenta la que propició nuevas medidas de control. Comenzó así una lenta carrera contrarreloj para limitar la venta de estos productos y retirarlos del mercado. La ley sobre substancias tóxicas de Estados Unidos (Toxic Substances Control Act, 1976) permitió finalmente la prohibición de su producción y venta a finales de la década de 1970. Era demasiado tarde. Y todavía se demoraron más las medidas a nivel global, introducidas por la Convención de Estocolmo sobre contaminantes persistentes orgánicos en 2001. Un informe de 2016 confirmaba la presencia de este tipo de productos en gran parte de la población analizada en Estados Unidos y otros países europeos dónde se realizaron estudios continuados.

PCBs

Al contrario que las intoxicaciones más agudas, las consecuencias de esta larga persistencia de pequeñas dosis de PCBs en la sangre son en gran medida desconocidas. Los datos, sin embargo, son más bien alarmantes. Un metanálisis de las investigaciones sobre 12 cohortes de recién nacidos europeos mostró una correlación importante entre los niveles de PCBs y daños en el feto. Existen también abundantes indicios de los efectos de los PCBs como disruptores endocrinos. Una revisión reciente señala que “la presencia de pequeñas concentraciones de estos contaminantes pueden provocar la alteración del mensaje hormonal y producir efectos dañinos muy variados en animales vertebrados, incluyendo los seres humanos, tales como “mala adaptación al estrés, trastornos de déficit de atención, reducción del tamaño del pene, desarrollo reproductivo femenino disfuncional, reducción del número de espermatozoides, fenómenos de masculinización de las hembras o de feminización de los machos, y en definitiva alteración de la capacidad reproductiva”.

En un trabajo publicado en la revista Public Health Chronicles en septiembre de 2018, la misma revista en la que aparecieron los informes de los años cuarenta, el historiador Gerald Markovitz ha reconstruido la historia de los productos PBCs haciendo uso de documentos de los archivos de la empresa Monsanto. Muchos de estos documentos empleados eran secretos, pero ahora se pueden consultar libremente en dominios como Project Toxicdocs desarrollado por la Universidad de Columbia en Nueva York. Markowitz finaliza su repaso con la siguiente inquietante reflexión sobre los productos tóxicos:

La historia de los órganoclorados es semejante a la historia de otros tóxicos introducidos por las empresas en el medio ambiente durante el siglo XX en Estados Unidos. De modo similar, los productores de amianto y los fabricantes de plomo, los productores de organoclorados consiguieron expandir de forma espectacular su producción durante la segunda mitad del siglo XX. Esta expansión se produjo a pesar de la creciente cantidad de datos científicos y observacionales acumulados, muchos de los cuales producidos por las propias empresas, que demostraban la peligrosidad de estos productos. Como han indicado otros historiadores de las sustancias tóxicas, por lo general las empresas no realizaron acción alguna, dada la amenaza que suponía esta información para la venta de sus productos […] Fue necesaria la acción del movimiento medio ambiental, y la creación de organismos públicos dedicados a la protección de las personas trabajadoras, de la salud pública y del medioambiente, para que el uso de productos como el DDT, los PCBs, la gasolina y la pintura con plomo, y el amianto fueran finamente prohibidos en Estados Unidos y en otros países industrializados

Vale la pena leer el artículo completo de Gerald Markovitz. O este trabajo otro más extenso, también sobre el mismo tema, realizado junto con su inseparable colega David Rosner, con el que ha compartido ya varios libros sobre estos asuntos inquietantes que muestran el abismo entre saber y hacer en el terreno del riesgo tóxico por parte de grandes corporaciones durante el siglo XX. Es una práctica que han denominado “la política letal de la polución industrial”.

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