Porquería humana

Imagen del Chansonnier de Zeghere van Male (1542), Bruges. Cambrai, Bibliothèque municipale, MS 128B, Folio 116v. 

 El texto que sigue ha sido escrito por Gabrielle Hecht, profesora de la Universidad de Stanford. Es autora de Being Nuclear: Africans and the Global Uranium Trade (2012). Vive en San Francisco. Publicó este texto en 2020 que formará parte de un capítulo del proyecto “Feral Atlas: The More-Than-Human Anthropocene” editado por Anna Tsing, Jennifer Deger, Alder Keleman Saxena, and Feifei Zhou.

Estamos poniendo al mundo del revés. Las operaciones mineras masivas desgarran la roca, desenterrando litio, coltán y cientos de otros minerales para alimentar nuestro gigantesco apetito por la electrónica. La arena extraída de los lechos de ríos y océanos se convierte en hormigón. Hay ya suficiente para cubrir todo el globo con una capa de dos mm de espesor. El petróleo aspirado del lecho marino impulsa la locomoción y la manufactura, y sirve como base química para nuestras vidas plastificadas. Se podría envolver fácilmente nuestra réplica de hormigón del planeta en una envoltura de plástico.

Poner el planeta del revés es complicado. Recuperar todos esos minerales requiere perforar toneladas de lo que la industria minera llama “material estéril”, un término suficientemente revelador porque apunta a materiales que percibe como puramente obstructivos, sin utilidad, infértiles en todos los sentidos. Una cadena de oro ordinario de 14 quilates deja una tonelada de roca estéril en Sudáfrica. Para obtener el litio que alimenta los teléfonos móviles y los coches eléctricos hay que perforar a través de frágiles lechos de sal, magnesio y potasio en todo lo alto de los Andes chilenos, lo que provoca apilamientos y grandes charcos de materiales desechados. Más de 12.000 vertidos incontrolados de petróleo han contaminado el delta del río Níger. Todo esto y más, mucho más, solo por extraer.

Los científicos de sistemas terrestres retratan estos procesos mediante curvas que parecen un palo de golf. Sus inquietantes gráficas asintóticas muestran una “gran aceleración” en el despilfarro de materiales planetarios desde la segunda mitad del siglo XX. Algunos aumentos exponenciales pueden medirse directamente, como los del dióxido de carbono o los del metano; otros requieren cierta extrapolación, como los relacionados con la construcción de presas o el transporte motorizado. De cualquier modo, el resultado es claro y distinto. Las moléculas y los materiales que se descartan en el curso de la reversión planetaria no se desvanecen en la nada, sino que se mueven, se elevan hacia la atmósfera, se esparcen por suelos que alguna vez fueron fértiles y se infiltran en las vías fluviales. Estamos mundializando nuestros desechos.

Gráficos con los que suele ilustrarse la “gran aceleración” iniciada a mediados del siglo XX.

Los humanos siempre han producido desechos. Pero los desechos se convierten en desperdicios y residuos solo si no se metabolizan de manera significativa. Pongamos por ejemplo los productos que salen más o menos a diario de nuestros cuerpos: la caca y el pipí. Muchas sociedades han prosperado haciendo uso de las heces humanas, en lugar de descartarlas. El Japón preindustrial transformó las excreciones en mercancias. Tal y como escribe la historiadora Susan Hanley, en Osaka”los derechos de materias fecales … pertenecían al propietario del edificio, mientras que la orina pertenecía a los inquilinos”. Durante 4.000 años, China mantuvo un sistema agrícola que utilizaba heces humanas como fertilizante. A principios del siglo XX, se recolectaban anualmente más de 180 millones de toneladas de estiércol humano en el Lejano Oriente, según estimaciones realizadas en 1911 por el especialista en ciencia del suelo Franklin Hiram King (1848 –1911). Estimaba una producción de 450 kilos anuales por persona que podían enriquecer el suelo con más de un millón de toneladas de nitrógeno, 376.000 toneladas de potasio y 150.000 toneladas de fósforo. Es cierto que King pudo haber exagerado un poco. Esas cifras equivalen a 1,2 kilos de caca por persona y día, lo que parece mucha evacuación. Sin embargo, resulta difícil descartar su comentario posterior:

“El hombre [con lo que King se refería a los colonos blancos estadounidenses] es el acelerador de desechos más extravagante que el mundo haya soportado jamás. Su pestilencia fulminante [“withering blight”] ha caído sobre todos los seres vivos a su alcance, sin exceptuar a él mismo; y su rifle de destrucción, en las manos incontroladas de una generación, ha arrasado con la fertilidad del suelo marino que solamente se pudo construir con siglos de vida…”

Eso fue hace poco más de 100 años. ¿Profético? Realmente no: King sacó sus conclusiones de las observaciones. Parece m´ás bien otro ejemplo de “No digas que no te advertí” de un científico.

Ilustración de Gargantúa de Rabelais por Gustave Doré

Sin embargo, hacer caca puede ser tan placentero como práctico. El autor francés del siglo XVI, François Rabelais, escribió no solamente sobre los placeres glotones de la ingestión de alimentos, sino también sobre el éxtasis de su evacuación. Respondiendo a la pregunta de su padre sobre cómo se mantenía limpio, el Gargantúa de cinco años de la ficción de Rabelais ofreció una larga lista de opciones que había probado, desde pañuelos hasta ortigas. Sin embargo, ninguno podría compararse con su mejor opción:

 “Me limpié luego con una cofia, con un almohadón, con una zapatilla, con un cesto, ¡desagradable limpiaculos!, con un sombrero […] Después me limpié con una gallina, con un gallo, con un pollo, con la piel de una ternera, de una liebre, con un pichón, con un cuervo marino, con la toga de un letrado, con un dominó, con una toca, con un señuelo. Para concluir, yo digo y sostengo que el mejor limpiaculos es un ganso con muchas plumas [“oyzon bien dumeté” en el original francés], cogiéndole la cabeza entre las piernas. Os lo juro por mi honor: se siente en el culo una voluptuosidad mirífica, tanto por la dulzura del plumón como por el calor templado del animalito, que fácilmente se comunica a la morcilla cular y a los otros intestinos hasta llegar a regiones del corazón y del cerebro. Y no penséis que la felicidad de los héroes y semidioses que viven en los Campos Elíseos esté en el asfódelo, en la ambrosía o en el néctar, como dicen aquí las viejas. Está, según mi opinión, en que se limpian el culo con un ganso. Tal es también la opinión del maestro Juan de Escocia”.

Una imagen sorprendente, pero muy de su tiempo. Hoy en día, podríamos tomarlo como una alegoría de la búsqueda incesante de la comodidad y el placer, omnipresente en las posibilidades de existencia moderna de la clase media. El papel higiénico ultrasuave de tres capas ofrece una imitación de esta vellosidad rabelesiana, mientras que las infraestructuras capitalistas permiten que los aguafiestas lo traten todo, heces y toallitas por igual, como desechos. Simplemente tírelo todo. No piense a dónde va. No es necesario lavar el ganso.

La gestión de la mierda es una actividad histórica y culturalmente contingente. Durante un tiempo, los europeos utilizaron excrementos humanos para el curtido y la fabricación de salitre. Cuando los viajeros del siglo XIX regresaron llenos de admiración por el uso a gran escala de fertilizantes humanos en China y Japón, los químicos explicaron con asentimiento que, cuando se trataba adecuadamente para eliminar las bacterias dañinas, las heces devolvían nitrógeno al suelo. Sin embargo, el olor hacía que el estiércol humano fuera difícil de vender. Lamentando las prácticas derrochadoras del capitalismo, Karl Marx señaló en Das Kapital (1867-83) que los dirigentes de Londres “no encontraron mejor uso para la excreción de cuatro millones y medio de seres humanos que contaminar el Támesis a un alto costo”. De hecho, el reformador de la salud pública inglés Edwin Chadwick tuvo más éxito con los funcionarios franceses que con sus compatriotas. Afirmaba haber convencido al mismísimo emperador Napoleón III de las virtudes de las aguas residuales para la alimentación del ganado:

“Convencí al difunto Emperador para que ordenara ensayos de aguas residuales … Se seleccionó una vaca y se la colocó delante hierba tratada con aguas residuales y otra sin tratar para que eligiera. Prefirió con gran avidez la hierba tratada y rindió su juicio final en forma de leche de calidad superior y mayor cantidad de mantequilla.”

En su obra Paris, Sewers and Sewermen (1991), el historiador Donald Reid describió con lujo de detalles el modo en que los ingenieros municipales parisinos “ampliaron” los experimentos con excrementos, filtrando y tratando las aguas residuales humanas para transformar “tierras anteriormente estériles” en un suelo exuberante donde las verduras crecían “con un vigor inexpresable”. El cultivo de aguas residuales prosperó en algunos suburbios de París hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando un aumento de los precios de la tierra hizo que no fuera rentable. Habría que marcar con otra X la columna de “Marx tenía razón”.

A pesar del éxito de las aguas residuales, los reformadores europeos no pudieron igualar la escala, la eficacia y los estándares de salud de los procedimientos seguidos en China o Japón, lo que no impidió que los europeos siguieran convencidos de su superioridad sanitaria sobre sus súbditos coloniales. En las primeras décadas del siglo XX, los funcionarios coloniales invocaron la salud pública (y la “misión civilizadora”) al rediseñar ciudades en Marruecos, Madagascar y otros lugares. Los políticos arrasaron y reconstruyeron viviendas, con la intención de proteger a colonos europeos de las excreciones de sus vecinos africanos. En el mismo período, los imperialistas estadounidenses en Filipinas implementaron un conjunto de leyes fecales que el historiador Warwick Anderson describe como “colonialismo excremental”. En el apartheid de Sudáfrica, el acceso desigual a las tecnologías sanitarias formó la base de la jerarquía racial, hasta el punto de prohibirse a los sirvientes domésticos utilizar los mismos inodoros que limpiaban para sus empleadores. La segregación en nombre del saneamiento se convirtió en una herramienta del dominio colonial.

La defecación puede ser peligrosa, incluso mortal. Las Naciones Unidas estiman que unos 673 millones de personas no tienen más remedio que evacuar sus intestinos al aire libre. No todo el mundo ve esto como un problema, claro. Muchos agricultores masculinos en la India, por ejemplo, hacen caca bastante pacíficamente en sus parcelas a primera hora de la mañana. Sin embargo, para sus esposas e hijas, encontrar el momento y el lugar adecuados para hacer sus necesidades representa desafíos más serios. Hacerlo a la luz del día los deja vulnerables al acoso y la vergüenza. Hacerlo al amparo de la oscuridad puede provocar la irrupción de animales salvajes o violadores. Evitar tales peligros requiere mantener el control intestinal a una edad temprana. Una madre en Rajasthan explica: “Hago que mis hijos se sienten en las patas de madera de la cuna si reciben la llamada de la naturaleza por la noche para que la presión pueda desaparecer, porque no puedo llevar a mis hijos pequeños a defecar solos por la noche”. Más allá de la incomodidad, defecar al aire libre presenta riesgos para la salud. La ausencia de agua para lavarse, la afición de las moscas por las heces y una variedad de otros vectores crean múltiples vías para la contaminación de los alimentos. La Organización Mundial de la Salud estima unas 800.000 muertes al año por la diarrea resultante. Cuando ataca el cólera, la suerte está echada.

Defecar con dignidad plantea una dificultad aún mayor para los pobres de las zonas urbanas. El aumento de la densidad urbana destruye la privacidad y aumenta enormemente la escala del problema. Las ciudades que se enfrentan al desafío de proporcionar agua corriente no tienen la infraestructura necesaria para inodoros con cisterna. En las mejores circunstancias, las letrinas en buen estado pueden proporcionar espacios seguros para responder a las necesidades sanitarias. Algunos municipios se esfuerzan por proporcionar instalaciones básicas para sus habitantes más necesitados. Otros dejan que la gente se las arregle como pueda. Para deleite de los expertos en política neoliberal, algunos de estos esfuerzos independientes pueden tener bastante éxito. En la ciudad de Tema, en la costa de Ghana, las instalaciones sanitarias comunitarias se han convertido en lucrativas empresas privadas. En Kampala, la capital de Uganda, los emprendedores creativos convierten los desechos en energía, fabricando haces de combustible como las briquetas de energía ‘My Kook’ (su lema: “brillan para reponer la naturaleza”). A pesar de todo, la porquería debe ser recogida y empaquetada para convertirse en recurso; las letrinas deben vaciarse para que sean eficaces. Y este es un trabajo sucio y de baja categoría en todo el mundo. La mierda tiene su forma peculiar de desvelar y aumentar las divisiones sociales.

El tamaño importa. En la primera oleada de entusiasmo por las cañerías de los inodoros, ¿quién podría haber previsto las consecuencias del uso de desagües para todo tipo de desechos? ¿Acaso se pudo imaginar la llegada de los pañales desechables?  A principios del siglo XXI, el sistema de alcantarillado de Londres, originario del siglo XIX, experimentaba regularmente obturaciones y serios bloqueos, que los funcionarios llamaron con donaire “fatberg”. Thames Water describió recientemente uno de los más grandes jamás encontrados: “la masa extremadamente sólida de toallitas húmedas, pañales, grasa y aceite pesa lo mismo que once autobuses de dos pisos. Está bloqueando un tramo de alcantarillado victoriano que equivale a más de dos campos de fútbol de Wembley y pesa ciento treinta toneladas”. Solamente “fatbergs” verdaderamente colosales llegan a las páginas de la prensa en estos días. Son mucho más abundantes los tapones más pequeños que atoran las tuberías a un ritmo promedio de 4.8 veces por hora. La empresa Thames Water debe gastar alrededor de un millón de libras al mes para desatascarlos.

El problema no es que los victorianos diseñaran alcantarillas en mal estado. Se trata más bien de la seducción de lo desechable, así como las campañas publicitarias y de los incentivos corporativos, que ha fomentado y mantenido su atractivo desde principios del siglo XX. Nada de esto era inevitable. En los albores de los desechos masivos, muchas personas consideraban que era una práctica desagradable. Las dos guerras mundiales también ralentizaron la marcha de la cultura del desecho, ya que los tiempos de guerra requieren una administración cuidadosa de los materiales. Ahora bien, el reciclaje no es intrínsecamente justo: la historiadora Anne Berg ha demostrado, con espantosos detalles, que los nazis fueron maestros del reciclaje, convirtiendo en virtud la recolección no solo de materiales inertes sino también de restos humanos. El racionamiento continuó en toda Europa occidental (y al otro lado del Telón de Acero) hasta bien entrada la década de 1950, mientras las sociedades luchaban por reconstruirse en medio de una escasez crónica. A principios de la década de 1970, los movimientos ecologistas abogaron por la frugalidad continua, reformulando el marco moral del reciclaje en términos planetarios.

Sin embargo, lo desechable se impuso. La geógrafa Max Liboiron sostiene que la industria estadounidense, deliberadamente y con gran dedicación, promovió los productos desechables a través de una variedad de estrategias de fabricación, empaquetado y distribución, que van desde la obsolescencia programada hasta la moda rápida. Al contrario de lo que dicen muchos discursos populares, los humanos no son inherentemente derrochadores; más bien, señala Liboiron, esa condición “surgió en un momento y lugar particulares, mediante diseño”. En 1963, un ejecutivo de la industria del embalaje pudo elogiar triunfalmente a sus colegas en plásticos:

“Se están llenando los botes de basura, los vertederos y los incineradores con literalmente miles de millones de botellas de plástico, jarras de plástico, tubos de plástico, ampollas y paquetes de piel, bolsas y películas de plástico y paquetes de láminas, y ahora, incluso latas de plástico. Ha llegado el día feliz en que ya nadie considera al envase de plástico como demasiado bueno para conservarlo”.

La película The Graduate (1967) inmortalizó el triunfo de los polímeros para el público en general. En la secuencia más conocida de la película, un señor McGuire de mediana edad lleva a un lado al joven graduado universitario Ben en un cóctel para ofrecerle algunos consejos sobre su carrera:

McGuire : Solo quiero decirte una palabra. Solo una palabra.
Ben : Sí, señor.
McGuire : ¿Estás escuchando?
Ben : Sí, lo estoy.
McGuire : [Dramáticamente.] ¡Plásticos!
Ben : [Pausa.] ¿A qué te refieres exactamente?
McGuire : Hay un gran futuro en los plásticos. Piénsalo. ¿Lo pensarás?
Ben : Sí, lo haré.
McGuire : Shhhh, suficiente dicho. Eso es un trato.

El intercambio se convirtió en un tropo generacional, con los “plásticos” como símbolo del consumismo del que los hippies anhelaban huir. Pero escapar resultó imposible. A fines de la década de 1980, incluso la disidencia se había mercantilizado; basta con considerar la proliferación de parafernalia del Che Guevara en las tiendas que venden curiosidades de la ‘contracultura’.

Si se mira con atención, resulta inevitable pensar que gran parte de lo marcado como “residuos sólidos municipales” debería aparecer como “residuos industriales”. La categoría importa, porque la mayoría de consumidores no pueden permitirse el lujo de evitar los plásticos de un solo uso. Quedaron atrapados en esta trampa. Como individuos, podemos clasificar diligentemente los residuos, compostar los desechos de alimentos y reutilizarlos al máximo. Y, a pesar de todo ello, no se hace mella alguna en la expansión exponencial de los residuos (a menudo tóxicos). ¿Significa esto que no deberíamos molestarnos por ello? Absolutamente no: entre otras cosas, estos hábitos pueden crear conciencia, fortalecer el compromiso de los ciudadanos con un futuro planetario justo y reunir apoyos para reformas más sólidas y sistémicas. Quizás, solo quizás, animen a algunas personas a consumir menos. Pero no son una solución. En su libro Recycling Reconsidered (2013), la experta en políticas de residuos Samantha MacBride critica lo que llama “todo-ladrillo-hace-pared-ismo” (“pure every-little-bit-helps-ism”). El movimiento del reciclaje, por muy bien intencionado que sea, ha puesto el foco de atención demasiado directamente en el consumidor individual. Eso ha facilitado que el reciclaje sea cooptado por empresas manufactureras, deseosas de mantener el status quo para vender nuevos productos ad infinitum .

Demasiada atención a las personas también distrae la atención de lo que se debe hacer con los residuos industriales, muchos de los cuales son extremadamente tóxicos y se producen a escala mucho mayor que la basura municipal. Los libertarios de derecha se basan en este hecho para argumentar que la recolección de residuos debe privatizarse por completo y/o que el reciclaje no tiene sentido. En cambio, insiste MacBride, los datos demuestran que la gestión de residuos sólidos, en todas sus formas y de todas las fuentes, debe ser conducida por instituciones públicas bien reguladas. En su estudio de la Hungría comunista, la socióloga Zsuzsa Gille ofrece un ejemplo saludable. En la posguerra, el país intentó utilizar los residuos industriales como recurso.  Tal objetivo encontro un terreno propicio en el contexto de la guerra ideológica de la Guerra Fría porque permitía contrastar sus virtudes, de forma clara y reveladora, con los excesos de las prácticas capitalistas. En décadas posteriores, sin embargo, se privatizó la gestión de residuos en Hungría. Se convirtió en un “modelo de desechos industriales, en el que los residuos se consideraban principalmente un material inútil e incluso dañino”. Este enfoque se centró en tecnologías situadas al final del proceso: gestión de residuos en lugar de prevención de residuos. Hoy en día, los regímenes de residuos químicos son dominantes en todo el mundo.

Ahora nos enfrentamos a una marea de plástico; pronto, un tsunami. Los “parches” de basura oceánica forman masas espesas de microplásticos. Los albatros y las ballenas llegan a la orilla, con el estómago lleno de basura humana. Durante años, EE. UU. Exportó sus “materiales reciclables” a China, hasta que el gobierno chino estableció un estándar de pureza de plástico tan alto que la basura de EE. UU. no podía cumplir con los requisitos. La industria del reciclaje de EE. UU. giró rápidamente hacia otras naciones asiáticas. Como ha argumentado MacBride, este paso muestra que la industria del reciclaje no hace casi nada por la conservación de recursos y produce unos magros resultados en términos de reducción de energía o contaminación.

Incluso un niño podría comprobar fácilmente que las exportaciones de productos reciclados son motores de desigualdad en nuestros días. Literalmente. Aquí reproduzco un pasaje de una carta escrita por Aeshnina Azzahra, una niña indonesia de 12 años, dirigida al presidente de Estados Unidos en julio de 2019:

Carta escrita por Aeshnina Azzahra al presidente de Estados Unidos en julio de 2019

“Mi país es el segundo mayor tratante de residuos del mundo. Y parte de esos desechos son tus desechos. ¿Por qué siempre exportas tus residuos a mi país? ¿Por qué no te ocupas de tus propios desechos? ¿Por qué tenemos que sufrir el impacto de tus residuos? En Indonesia, en este momento, el río está muy sucio y huele mal. No podemos [ir] a nadar, a pescar y a divertirnos en el río … Muchas fábricas se desprenden de sus residuos sin cuidado, en el río, en los campos y … debajo de las casas de los aldeanos. Se trata en su mayoría de fábricas que reciclan tus desechos …”

# RECOJA SU BASURA DE INDONESIA. Por favor responda a mi carta.

Con Respeto,

Aeshnina Azzahra

La única nota ingenua de esta carta es la petición de respuesta por parte de su destinatario, casi analfabeto. Por lo demás , como señala el escritor indio Vijay Prasad, la niña Azzahra tiene un conocimiento bastante bueno de las geografías del imperialismo. Y ella sabe, de primera mano, algo que la mayoría de estadounidenses no piensa: el reciclaje puede ser un negocio sucio y con fines de lucro.

Cuanto más hacemos, más desperdiciamos. Pero este “nosotros” no es universal. Se basa en la exclusión y en la explotación, dinámicas que las instituciones del capitalismo depredador y los economistas que legitiman sus acciones pasan por alto como “externalidades”. Desde 1950, la industria ha producido más de 8,3 mil millones de toneladas de plástico. De esto, 6.400 millones de toneladas han terminado como residuos, la gran mayoría originados en países ricos. Sólo el 9% de este total se ha “reciclado”; otro 12% se ha incinerado. El resto ha ido a los vertederos o se ha dejado a su suerte. El más barato de estos plásticos no se puede reciclar en absoluto. Una vez abandonados, los materiales se descomponen en microplásticos, lixiviando contaminantes orgánicos persistentes por el camino. El espíritu del crecimiento sin fin se nutre a diario de la idea de desechabilidad y de los informes aparecidos en medios de comunicación que etiquetan las economías como en expansión (buenas) o estancadas (malas). Los recicladores de El Cairo, Delhi, Durban, Río y más allá lo saben mucho mejor. Su sustento depende de los desechos. Es fácil descartar a los más pobres de los pobres como si vivieran en el pasado. Es más difícil reconocer que, en realidad, podrían estar viviendo en el futuro.

Aquellos que denuncian lo absurdo del crecimiento han sido objeto de burlas durante años. Relean, por ejemplo, las reacciones a Los límites del crecimiento (1972), el brillante informe que utilizó simulaciones por computadora para mostrar que la acumulación descontrolada conducía a un colapso planetario. Los desmanes siguieron sin solución de continuidad, ya que eminentes economistas se burlaron de esos escenarios tan crudos e inverosímiles. Los críticos insistieron en que el progreso tecnológico resolvería los problemas de la contaminación y del agotamiento de recursos … como si las tecnologías pudieran surgir de la nada … como si los residuos tóxicos pudieran desvanecerse en el aire … como si el aire mismo no se volviera más espeso con partículas día a día.

Es cierto que The Limits to Growth se basó en simulaciones simplificadas, pero sus principios centrales siguen siendo inatacables: el planeta no es infinito y no se puede hacer surgir algo de la nada. Una investigación reciente y más sólida ha justificado muchos de los hallazgos de este informe pionero, lo que comporta un vuelco importante a otra seductora fantasía que anima los debates públicos sobre el futuro de la humanidad: el desarrollo sostenible.

La epopeya de la sostenibilidad requiere sacrificio e ingenio, al igual que todos los romances populares. Los ricos deben renunciar a los productos desechables y comprometerse a reutilizar con la ayuda de sistemas “inteligentes”. El sol y el viento proporcionarán una fuente ilimitada de energía, alimentando el ‘internet de las cosas’ (y de las pantallas). Las nuevas tecnologías aliviarán la pobreza al permitir que las mujeres cocinen sin quemar leña y que los niños hagan sus deberes después del anochecer. Si se hace bien, dice la historia, tales medidas pueden generar un “buen Antropoceno”, en el que el crecimiento continúe y la humanidad prospere. Los que se oponen, aquellas personas que insisten en que el único camino hacia la estabilidad planetaria se realiza a través del decrecimiento – se enfrentan a la misma burla lanzada contra sus predecesores que hablaron de Los límites del crecimiento .

Sin embargo, las tecnologías aclamadas por los llamados ecomodernistas arrojan desechos en cada paso, desde la fabricación hasta la distribución y el uso. Por lo tanto, no se debe limitar la mirada a los paneles solares de los tejados en Arizona. Obsérvese también los peces muertos en el río Mujiaqiao de China, donde uno de los fabricantes fotovoltaicos más grandes del mundo ha derramado ácido fluorhídrico. No llore de alegría por la victoria alcanzada con los mejores estándares de emisión en Europa sin reconocer que los automóviles sin estos requisitos se exportan a África, donde tienen una magnífica segunda oportunidad para arruinar los pulmones de las personas. No reduzca los criterios para las evaluaciones de tecnología a las emisiones de carbono, cuando ni una sola comunidad en Japón ha acordado albergar los millones de metros cúbicos de tierra vegetal radiactiva extraídos de la prefectura de Fukushima después de que tres reactores nucleares (con bajo contenido de emisiones de carbono) explotaran allí.

El “desarrollo sostenible” es un oxímoron. Sus promesas de abundancia arrullan a los consumidores de los países ricos haciéndoles imaginar bienes sin desperdicio: un metabolismo mundial que funcione con la máxima eficiencia. Es un dulce sueño. Es consolador y profundamente atractivo: los funcionarios de la ciudad de San Francisco, donde vivo, parecen creer realmente que pueden formular políticas para lograr “cero residuos”. Como centro global de innovación, la ciudad parece estar bien preparada para implementar el sueño de una economía verdaderamente circular. Sin embargo, en su forma actual, el sueño puede florecer solo porque la realidad permanece invisible para la mayoría de residentes. En la vida real, la mayoría de los desechos de San Francisco, ya sean aguas residuales o productos de reciclaje, ya sea de la construcción, de las emisiones de diésel o del legado tóxico y radiactivo de décadas como centro naval para las pruebas nucleares del Pacífico, terminan cerca de barrios deprimidos como Bayview-Hunters Point.

No me malinterpreten. Es deseable articular propuestas ambiciosas para una economía circular. Nosotros, en el mundo rico, debemos esforzarnos por producir menos desperdicios y residuos, es necesario encontrar formas de arreglar las cosas, de reutilizar materiales antes desechados. Pero tampoco se engañen. Cualquier forma de futuro sostenible (olvidemos expresiones tan grandiosas como “desarrollo sostenible”) requiere menos para los ricos, no más. Menos cosas, menos ganas, menos comodidad, menos conveniencia. En realidad, menos de todo.

Este ensayo también será publicado por Stanford University Press en el proyecto digital ‘ Feral Atlas: The More-Than-Human Anthropocene ‘ editado por Anna Tsing, Jennifer Deger, Alder Keleman Saxena y Feifei Zhou. 

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