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George Sarton y la historia general de la ciencia

Los trabajos de George Sarton (1884-1956) contribuyeron decisivamente a la consolidación de la historia de la ciencia como disciplina académica, especialmente en Estados Unidos. Bajo la inspiración de Paul Tannery (1843-1904), desarrolló el programa de la historia general de las ciencias cuyo objetivo era analizar la influencia mutua entre las diferentes disciplinas en su correspondiente marco social y cultural. Con este programa en mente, Sarton comenzó en Bélgica la publicación de los primeros números de su revista Isis (1913-) poco antes de que la I Guerra Mundial le obligara a exiliarse a EE.UU., donde fundó la History of Science Society en 1924. En los años posteriores se dedicó intensamente a construir su proyecto de un gran manual de historia de la ciencia realizado bajo los mencionados supuestos: Introduction to the History of Science (Baltimore: Carnegie Institution; 1927-1948). Se reproducen a continuación varios pasajes de la introducción del primer volumen, los cuales permiten comprender algunos de los principales planteamientos de Sarton respecto a los objetivos y los contenidos de su monumental obra. Destaca su visión acumulativa de los saberes científicos que relaciona con el progreso de la humanidad y valora según los patrones de la ciencia de su tiempo, aunque sin obviar las consideraciones de las personas contemporáneas de los personajes tratados. También ofrece una interesante discusión acerca de los criterios de selección y los posibles sesgos en un gran relato de historia general de la ciencia.

Los cinco volúmenes de la obra inconclusa de George Sarton: Introduction to the History of Science. Baltimore: Carnegie Institution; 1927-1948.

“El propósito de esta obra es explicar brevemente, pero de la forma más completa posible, el desarrollo de una fase esencial de la civilización humana a la que todavía no se ha prestado suficiente atención: el desarrollo de la ciencia, es decir, del conocimiento positivo sistematizado. No estoy dispuesto a afirmar que este desarrollo sea más importante que cualquier otro aspecto del progreso intelectual, por ejemplo, que el desarrollo de la religión, del arte o de la justicia social. Pero es igualmente importante y ninguna historia de la civilización puede ser tolerablemente completa si no da un espacio considerable a la explicación del progreso científico. Si tuviéramos alguna duda al respecto, bastaría con preguntarnos cuál es la diferencia esencial entre nuestra civilización y las anteriores. A lo largo de la historia, en cada época, y en casi todos los países, encontramos un pequeño número de santos, de grandes artistas, de hombres de ciencia. Los santos de hoy no son necesariamente más santos que los de hace mil años; nuestros artistas no son necesariamente mejores que los de la Grecia primitiva; es más probable que sean inferiores; y, por supuesto, nuestros hombres de ciencia no son necesariamente más inteligentes que los de antaño. Pero una cosa es cierta: sus conocimientos son a la vez más amplios y más precisos.

La adquisición y sistematización del conocimiento positivo es la única actividad humana que es verdaderamente acumulativa y progresiva. Nuestra civilización es esencialmente diferente de las anteriores, porque nuestro conocimiento del mundo y de nosotros mismos es más profundo, más preciso y más cierto, porque hemos aprendido gradualmente a desentrañar las fuerzas de la naturaleza, y porque hemos logrado, por estricta obediencia a sus leyes, captarlas y desviarlas hacia la satisfacción de nuestras propias necesidades.

Mi trabajo contiene muy pocas referencias a la historia política o económica. Esto no significa que subestime los factores políticos y económicos. Por el contrario, soy consciente, con total claridad, de que estos factores son muy a menudo no sólo importantes, sino decisivos. Si tuviéramos que escribir la biografía de un gran hombre, no haríamos demasiado hincapié en las enfermedades padecidas a lo largo de su vida, pero tendríamos en cuenta que las enfermedades que interrumpieron – y tal vez frustraron – su actividad, o quizá podrían haberla detenido por completo, en cuyo caso, es posible que no habría sido necesario escribir tal biografía. No nos interesa la historia patológica de la humanidad (en todo caso, no por ella misma). Creemos que los hombres no han nacido para luchar, sino para amarse y ayudarse; que las guerras y otras calamidades ocurren y que, a menudo, interfieren en el cumplimiento de la tarea esencial de la humanidad. No me refiero a tales acontecimientos políticos y económicos, que constituyen el trasfondo material de la de la historia de la humanidad, porque existen excelentes libros donde se puede encontrar fácilmente aquello necesario al respecto. Tampoco me ocupo de la historia del arte, por una razón similar. Esa historia es extremadamente importante, pero dispone de buenos libros de texto. Las personas cultas que me han seguido desde 1912 habrán ya observado que atribuyo mucha importancia al desarrollo del arte, bajo cuya expresión incluyo toda la actividad humana con finalidad estética o lúdica: bellas artes, música, artes decorativas, literatura de ficción, deportes y juegos. Por un lado, la transmisión de ideas artísticas -por ejemplo, arquitectónicas- puede rastrearse a menudo con notable precisión. En realidad, sabemos que estas ideas no viajaron solas: muchas otras, incluidas las científicas, viajaron tras ellas. Así, el historiador del arte puede ayudar al historiador de la ciencia en muchos aspectos. Las obras de arte son objetos de gran valor para comprender – de una forma privilegiada, que no podríamos hacer de otra manera – a las personas que vivieron en el pasado. Cada una de ellas nos proporciona un conocimiento intuitivo, sintético e inmediato de sus aspiraciones más profundas.

Por el contrario, me he sentido en la obligación de dedicar mucho espacio a la historia de la religión. No cabe duda de que disponemos de excelentes tratados sobre el tema, pero no conozco ni uno solo que contenga un análisis de la experiencia religiosa de la humanidad en estricto orden cronológico. Las personas eruditas que no son expertas en ese campo corren el peligro de pasar por alto una parte de nuestro bagaje espiritual. No se ha dado cuenta con suficiente concreción de la desconcertante complejidad de la vida religiosa. Si queremos comprender el desarrollo intelectual de un pueblo, debemos tener en cuenta sus problemas y sentimientos religiosos, y esto implica un cierto conocimiento no sólo de su propia religión, sino de otras religiones diferentes.

[…]

Uno de los problemas más delicados que hay que resolver en la preparación de una obra general como esta Introducción a la Historia de la Ciencia es saber exactamente dónde trazar la línea divisoria entre los diversos personajes, entre aquellos que deben incluirse y los demás. Es relativamente fácil determinar los protagonistas más importantes, pero es algo más difícil ponerse de acuerdo sobre las personalidades de segundo orden, y la dificultad aumenta considerablemente a medida que se trata de ampliar la red. Muy a menudo, la inclusión de un científico implica la admisión de varios otros cuyo mérito fue del mismo tipo, y así sucesivamente, a menos que uno se decida, más o menos arbitrariamente, a detenerse aquí o allá. Así, aunque es improbable que haya pasado por alto a alguna personalidad realmente importante, es probable que haya incluido a unas cuantas que hubiera sido mejor omitir. Es evidente que ninguna selección complacería a todo el mundo. Hubiera sido fácil aumentar considerablemente mi lista, por ejemplo, nombrando más médicos o más matemáticos musulmanes. Pero mi primera regla ha sido no mencionar a un hombre a menos que tuviera algo concreto que decir sobre su actividad, que había descubierto esto o aquello, o que había escrito tal o cual libro. En segundo lugar, teniendo en cuenta la gran importancia de los orígenes, he tratado de nombrar a las primeras personas en hacer esto o aquello; dar el primer paso en la dirección correcta es siempre significativo, por simple que parezca.

Al determinar el valor de un personaje, también he tenido en cuenta la opinión de los contemporáneos y de los eruditos posteriores, aunque fuera errónea. Esto puede parecer la perpetuación de una injusticia. No lo es, porque he intentado indicar también su valor intrínseco y he dado la supremacía al personaje cuya actividad fue la más notable incluso desde el punto de vista de la ciencia moderna. Además, cuando una persona ha ejercido una gran influencia, se puede considerar importante, tanto si merece ese prestigio como si no. Si un gran número de personas cree que Fulano de Tal (“John Doe”) es un “gran hombre”, se puede decir que, en efecto, es grande, al menos hasta ese punto. Hay, incluso en nuestros días, muchos hombres que no tienen más brillo que el de la luz de la luna. Sin embargo, la luz de la luna no es menos real por ser prestada.

Se debe tener en cuenta que los hombres pueden ser influyentes tanto por razones intrínsecas como extrínsecas. El primer caso es, con mucho, el más interesante. El segundo solo nos interesa si queremos comprender el progreso del pensamiento. En el mundo intelectual hay mucha más luz de luna que de sol. Debemos hablar de ambos, si queremos mostrar cuanta luz hubo en cualquier tiempo. Por una razon similar, un autor medieval se vuelve más digno de atención si sus obras han sido cuidadosamente editadas y son fácilmente accesibles, o si, por cualquier razón, se le han dedicado estudios especiales. Por otra parte, a veces ha sido necesario prestar alguna atención a un personaje irrelevante que se consideró importante en algún momento, porque se le confundió con otro. Mi relato de estos personajes ha sido lo más breve posible, pero, a menudo, es mucho más fácil señalar un gran logro que uno mucho menor y, por ello, algunas de las notas dedicadas a personalidades de segunda fila son mucho más largas de lo que cabría esperar. Esto no tiene mayor importancia, más allá de advertir al lector que no debe juzgar la importancia de un personaje por la extensión de la nota que se le dedica, dado que no hay relación entre ambas cosas.

Puedo haber cometido errores accidentales en mi elección, por omisión o comisión, pero no creo que hayan sido errores sistemáticos. La única causa que se me ocurre para tales errores sería un prejuicio racial, nacional, religioso o científico. Por ejemplo, si yo hubiera sido principalmente un historiador de la geografía, con sólo un interés indirecto en otras ramas de la ciencia, es muy probable que en mi relato habría exagerado el papel de geógrafos y viajeros. O si sólo hubiera leído publicaciones alemanas, probablemente daría demasiada importancia a las contribuciones en esta lengua. Pero, de hecho, me interesan casi por igual todos los aspectos de la ciencia; no soy consciente de despreciar ninguno, y leo con regularidad publicaciones en inglés, francés, alemán, holandés e italiano. Además, soy belga de nacimiento, de ascendencia mixta francesa y flamenca (es decir, latina y germánica). Mi mujer nació en Inglaterra y nos hemos convertido en norteamericanos por adopción.  Tengo amigos en muchos países y no tengo prejuicios contra ninguno. En cuanto a la religión, soy igualmente neutral. Mi único prejuicio, tal vez, es contra las personas que son irreligiosas, que carecen de gravedad y reverencia, o que son incapaces de comprender sentimientos religiosos que no comparten. Tengo poca paciencia con esa gente, pero no me encontré con muchos de su calaña en la época medieval.”

George Sarton. Introduction to the History of Science. Baltimore: Carnegie Institution; 1927-1948, vol. I, pp. 3-4 y 40-42.

Más información en https://sabersenaccio.iec.cat/es/manuales-i-relatos-con-una-larga-tradicion/

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