Polillas y DDT en los tribunales
Uno de los primeros juicios relacionados con problemas medioambientales, y particularmente con el uso de los insecticidas, tuvo lugar en Estados Unidos en 1958. Un grupo de vecinos denunció las fumigaciones masivas con DDT en Long Island, cerca de Nueva York. La demanda no prosperó y tampoco se consiguieron mejores resultados en la apelación presentada al Tribunal Supremo de Estados Unidos. Sin embargo, esta acción legal creó un debate público sobre los riesgos de los insecticidas e inspiró la redacción de Silent Spring de Rachel Carson, una de las obras fundamentales del pensamiento medioambiental del siglo XX.
En 1958, un grupo de residentes de Long Island, la isla situada frente a Nueva York, presentó una querella para detener las fumigaciones aéreas con DDT. Las fumigaciones pretendían combatir la plaga de la gypsy moth (literalmente “polilla gitana”). Fue un juicio muy mediático, en el que intervinieron biólogos (Robert Cushman Murphy, un anciano encargado del Museo de Historia Natural que firmó la demanda), médicos (Malcolm Hargraves, hematólogo de la prestigiosa clínica Mayo) y expertos en salud pública (Wayland J. Hayes, miembro del US Public Health Service). Este último afirmó de forma contundente que sus investigaciones excluían cualquier relación entre fumigaciones y enfermedades. Basándose en este y otros testimonios, el juez desestimó la querella. El auto judicial afirmaba que no existían pruebas suficientes para detener unas fumigaciones de gran interés público, destinadas a combatir “el mal causado por la polilla gitana.”
La polilla gitana (Lymantria dispar) es un molesto insecto devorador de hojas introducido en Estados Unidos a mediados del siglo XIX por un entomólogo curioso, emprendedor y algo irresponsable llamado Étienne Léopold Trouvelot. Era de origen francés y también aficionado a la astronomía (sus dibujos de planetas siguen pareciendo espectaculares). En su casa de Medford, cerca de Boston, Trouvelot realizó experimentos con polillas y gusanos productores de seda. Soñaba con producir una nueva fuente de seda, una empresa potencialmente lucrativa tras el corte de los suministros de algodón del sur debido a la guerra civil americana. En 1866, Trouvelot viajó a París y quizá fue allí donde adquirió unos huevos de polilla gitana para sus experimentos de hibridación. A pesar de todas las investigaciones realizadas posteriormente, no sabemos cómo ni cuándo se produjeron las primeras fugas de la polilla, pero diversos testimonios sugieren que la plaga comenzó alrededor de 1869 o 1870. Con un entorno forestal abundante para satisfacer su voraz apetito, la polilla se fue expandiendo poco a poco, al principio de forma casi desapercibida para el ojo no experto. Pronto se transformó en una plaga molesta y potencialmente peligrosa. Un vecino de Medford afirmó que eran los bichos más “voraces” que había visto. Comían “casi cualquier cosa”. Dejaron sin hojas todos los frutales de la zona y también atacaron los gigantescos olmos de Medford y Malden, como se puede ver en la imagen. Las larvas poblaban los caminos y hacían casi imposible caminar sin resbalar sobre ellas. De nada sirvieron los medios más o menos drásticos empleados por los vecinos. Las polillas siguieron expandiéndose hacia regiones cada vez más alejadas de su foco inicial: la casa de Trouvelot en Medford.
Tan grande llegó a ser el problema que se creó una comisión especial de expertos para luchar contra la plaga. Tras probar diversos medios de forma infructuosa, F.C. Mouton, uno de los químicos que formaron la Gypsy Moth Commission, sugirió emplear en 1892 suspensiones de arseniato de plomo. Este producto, muy venenoso tanto para insectos como animales de granja y seres humanos, produjo algunos éxitos iniciales pero no consiguió erradicar la plaga completamente. El arseniato de plomo se transformó en uno de los más importantes pesticidas agrícolas de la primera mitad del siglo XX. Tuvo también un protagonismo muy especial en la lucha contra el escarabajo de la patata, un insecto procedente de Colorado que también afectó la costa este de Estados Unidos antes de trasladarse a Europa, donde causó estragos en las décadas de 1930 y 1940. La hegemonía de los arseniatos entre los insecticidas fue cuestionada con la llegada de toda una serie de nuevos productos de síntesis durante la II Guerra Mundial. Los más numerosos fueron los organoclorados (compuestos principalmente de carbono, hidrógeno y cloro) y, entre todos ellos, el que sería más famoso fue el DDT, siglas del dicloro-difenil-tricloroetano.
La fama inicial del DDT procede de su empleo en la II guerra mundial por los ejércitos norteamericanos para exterminar los mosquitos causantes de la malaria. Gracias al DDT se pudieron evitar muchas bajas por esta enfermedad.
El amplio abanico de su acción insecticida le permitía acabar una gran cantidad de insectos dañinos. Desde mediados de la década de 1940 fue paulatinamente introducido en agricultura para transformarse en el principal pesticida alrededor de 1950. Por esas mismas fechas, se produjeron otros dos importantes cambios en el uso del DDT: se introdujo en los hogares y comenzó a ser empleado en fumigaciones masivas con avionetas. También por esos años aparecieron las primeras alarmas procedentes de estudios de experimentación animal (que parecían sugerir sus efectos cancerígenos en ratones) y primeros datos epidemiológicos (que lo asociaban con una mayor prevalencia de ciertas enfermedades). En general, estas alarmas no fueron escuchadas porque la experiencia de la guerra había demostrado las ventajas del DDT, sin aparentes efectos secundarios en los soldados. Ahora bien, como más tarde se tuvo que reconocer, no es lo mismo una exposición coyuntural, destinada a luchar contra una enfermedad todavía peor como la malaria, que la exposición cotidiana y a largo plazo en todo el ecosistema agrícola de un pesticida con gran capacidad para persistir. Era un error de apreciación que la industria de insecticidas se encargó de acrecentar con campañas publicitarias donde se reafirmaba una y otra vez la seguridad de sus productos. Se dedicaron pocos recursos a estudios epidemiológicos serios para confirmar (o falsar) empíricamente la supuesta inocuidad del DDT. Lamentablemente, cuando llegaron los datos alarmantes de tales estudios muchas personas habían sido ya sometidas a fuertes exposiciones de insecticidas, incluso algunos mucho más dañinos que el DDT. Probablemente nunca sabremos cuántos trabajadores agrícolas murieron como consecuencia de estas terribles condiciones de vida. Un informe de 1982, realizado por David Bull, estimaba en más de 13000 muertes al año por envenenamiento accidental por pesticidas. Otro informe de Naciones Unidas de 1985 consideraba que la cifra debía elevarse a 20000 y se estimaba en más de un millón el número de casos de envenenamiento más o menos grave. Otro informe de 1990, mucho más detallado, apuntaba que la producción de pesticidas se había multiplicado por 10 entre 1955 y 1985. Estas cifras dispares y aproximadas indican tres aspectos importantes: la dificultad de los diagnósticos, los escasos esfuerzos para recopilar datos fiables y, a pesar de las incertidumbres, la innegable gravedad del problema.
Las voces que alertaban de los riesgos aumentaron en la década de 1950, al mismo tiempo que se desarrollaban las fumigaciones aéreas. En 1956, el departamento de agricultura de Estados Unidos inició un nuevo intento de erradicación de la polilla gitana mediante una gigantesca campaña de fumigación aérea que afectaba más de un millón de hectáreas en diez estados diferentes del noreste, incluyendo los alrededores de zonas urbanas como Long Island. Se empleó una mezcla de una libra (0,45 kg) de DDT por galón (3,8 l) de queroseno como disolvente, es decir, unos 120 gramos por litro. Una espuma oleosa recubrió coches, piscinas, casas y jardines. Muchos peces y pájaros murieron. Se presentaron numerosas quejas entre los vecinos y el gobernador Harriman tuvo que protestar ante el ministro de agricultura. Un grupo de ciudadanos, entre los que se encontraba el ya mencionado naturalista Robert C. Murphy, decidieron presentar una demanda en mayo de 1957 para impedir que se siguiera con las fumigaciones. Se denegó la petición de suspender temporalmente las fumigaciones y el juicio no se inició hasta mediados de febrero de 1958, cuando se habían acumulado más de mil páginas de declaraciones de más de cincuenta testigos.
El doctor Wayland Hyes, del departamento de salud pública norteamericano, presentó estudios de población sometida a sobrexposición de DDT: trabajadores de las fábricas de producción del insecticida y prisioneros que habían aceptado (si puede emplearse esta expresión) ingerir pequeñas dosis diarias de DDT durante un año. Tal y como había hecho frente a un comité organizado por el senador James J. Delaney entre 1951 y 1952, el doctor Hyes afirmó que no había encontrado pruebas de efectos dañinos del DDT en estas poblaciones. Su opinión tuvo un fuerte peso porque estaba al frente de la sección de toxicología del servicio de salud pública norteamericano. Frente al comité Delaney, Hayes había desestimado un informe publicado en una prestigiosa revista médica que sugería los posibles daños del DDT en el tejido adiposo. “Puede que existan”, replicó Hayes frente al comité, “pero no hay pruebas de ello en la literatura”. “Es solamente una de las posibilidades que se deben tener en cuenta”. Un miembro del comité le preguntó si no era una de las cuestiones cruciales cuando se empleaba un compuesto químico en productos destinados a la alimentación humana. Hayes se limitó a contestar: “Creo que se trata de una cuestión legal, no médica”.
Desde un punto de vista muy diferente, el doctor Malcom Hargreaves presentó estudios de hematología que apuntaban la relación entre el uso de DDT y la aparición de linfomas y leucemias. Pero el juez los desestimó por considerarlos demasiado especulativos. Robert C. Murphy señaló los problemas del potencial daño sistemático que podía producir el DDT en el ecosistema y, como consecuencia, en la actividad económica agrícola y ganadera. También fue desestimada su advertencia y el asunto llegó hasta la Corte Suprema de Estados Unidos, donde finalmente el caso fue archivado para mayor indignación de los recurrentes.
Muchas otras personas quedaron insatisfechas por el fallo judicial, incluyendo un magistrado del tribunal supremo que emitió un voto discrepante. El profesor George Wallace, un ornitólogo de la Michigan State University, publicó un artículo en febrero de 1959, en el que describía las numerosas muertes de pájaros producidas por la acción directa o indirecta de las fumigaciones con DDT. Wallace afirmaba que “el repentino silencio de los cantos de los pájaros […] era causa suficiente para producir una gran desazón”. Y afirmaba que “incluso aquellos que nunca hubieran podido disfrutar de este placentero premio de la naturaleza”, se debían enfrentar a una “insistente y agobiante” pregunta: “Si esta lluvia de muerte causa tan desastrosos efectos en los pájaros… ¿cómo afectará a otras formas de vida, incluida la nuestra?”. Este fue uno de los temas centrales del libro Silent Spring (1962) de Rachel Carson, una autora que conoció de primera mano el juicio de Long Island a través de sus protagonistas. Pronto se transformó en uno de las obras de referencia del movimiento ecologista y su gran difusión tuvo un papel determinante en la posterior limitación del uso y, finalmente, prohibición del DDT en muchos países, aunque su uso todavía persiste en muchos otros, tanto de forma legal como ilegal.