Pena de muerte y cinética química
Un cúmulo de fatales circunstancias llevó al veterinario Urbain Plançonneau a la guillotina en 1833. Una de ellas fue el fracaso de la campaña de abolición de la pena de muerte en Francia, encabezada por el joven escritor Víctor Hugo. La velocidad de formación de los precipitados arsenicales fue otra de las claves.
Aprincipios de agosto de 1830, y después de comer un tradicional guiso de coles, toda la familia Terrier sufrió cólicos muy dolorosos, seguidos de náuseas y vómitos todavía más violentos. Vivían en una granja de la pequeña aldea de Andard, situada cerca de Angers, a unos trescientos kilómetros al sudoeste de París. El marido Terrier murió el 28 de septiembre de 1830 y su madre tres semanas después. Su mujer sobrevivió pero quedó inválida de por vida. Los médicos no pudieron indicar con seguridad las causas de muerte y pensaron que era quizás el resultado de una gastroenteritis producida por comida en mal estado. Un médico observó durante la visita un paquete de arsénico en la granja, pero no pensó que fuera nada sospechoso porque era un material habitual en el mundo rural, empleado como matarratas.
No se hizo ninguna investigación hasta dos años después, cuando se produjo otro incidente parecido. A finales de julio de 1832, hasta trece miembros de la familia Moreau, dueños de una cerrajería cerca de Andard, sufrieron fuertes cólicos y vómitos después de comer un pan elaborado en su horno. Los esposos Moreau sobrevivieron y, tras reflexionar largamente sobre las causas, se dieron cuenta que los efectos se reproducían cuando empleaban la harina molida durante un día particular, precisamente cuando recibieron la visita de su cuñado, Urbain Plançonneau, un veterinario de 42 años que también trabajaba en Andard. Plançonneau era también familiar lejano de las primeras víctimas (era sobrino de los esposos Terrier) y, debido a ello, tenía intereses económicos por estar relacionado con todas las herencias.
El fiscal de Angers pidió a un médico y dos boticarios que realizaran un análisis de los restos de la comida. Se arriesgaron a probar el pan y comprobaron que tenía un sabor acre algo extraño. En su laboratorio, y mediante los reactivos habituales, no encontraron ninguna huella de mercurio, arsénico, cinc o antimonio. Dieron un trozo de pan a un perro que lo vomitó casi inmediatamente. Este hecho les hizo sospechar la existencia de un veneno de origen vegetal y, dada la dificultad para detectar este tipo de compuestos, solicitaron se ayudados por otros expertos. El fiscal contactó con dos fiscales de París, Jean-Baptiste Chevallier y Jean-Louis Lassaigne, dos conocidos profesores de la capital francesa, que realizaban habitualmente análisis toxicológicos para los tribunales.
Realizaron un nuevo análisis y tampoco encontraron veneno alguno, al menos de origen vegetal (como el arsénico). El enmohecimiento de las muestras –afirmaron los dos expertos en su informe- les impedía saber si pudo haber sido empleado un veneno vegetal, demasiado inestable para sobrevivir al tiempo transcurrido.
El fiscal no quedó satisfecho. Pensaba que los indicios que conectaban a Plançonneau con los envenenamientos eran concluyentes, pero sabía que los jurados no pronunciarían un veredicto de culpabilidad sin resultados positivos del análisis químico. Decidió contactar con un tercer experto: Mateu Orfila. A su fama como toxicólogo, con habilidad reconocida para obtener pruebas de envenenamiento donde otros fracasaban, unía su autoridad como decano de la Facultad de Medicina de París. En el verano de 1832, Orfila había caído gravemente enfermo como tantos otros de sus vecinos durante la primera gran epidemia de cólera.
Había estado a punto de morir, pero finalmente consiguió restablecerse, tras varios meses convaleciente en su casa. Por ello, Orfila no pudo atender los requerimientos del fiscal de Angers con la rapidez exigida por el procedimiento judicial en marcha. A finales del mes de noviembre consiguió analizar un fragmento del pan sospechoso y redactó un informe que llegó al tribunal el día 6 de diciembre, cuando el fiscal preparaba ya, sin demasiadas esperanzas de éxito, sus conclusiones finales. Todos pensaban que Plançonneau sería liberado, pero el nuevo informe pericial introdujo un giro inesperado en el drama. En su escrito Orfila afirmaba “sobre su honor” que había encontrado arsénico en el pan de los esposos Moreau. También anunciaba que sus análisis habían sido presenciados por Lassaigne, uno de los expertos que había obtenido previamente un informe negativo. Además, anunciaba que estaba en disposición de mostrar “el arsénico metálico obtenido en la operación”. La defensa protestó de la forma más vehemente posible, aunque no pudo evitar que el jurado declarara culpable a Plançonneau y que fuera condenado a la pena de muerte. Según un periodista que asistió al juicio, Plançonneau escuchó el veredicto sin manifestar ninguna emoción en su rostro.
En esos años la pena de muerte estaba siendo fuertemente cuestionada en el parlamento francés, gracias a la campaña emprendida por escritores como Victor Hugo, que nunca dejó de lucha contra este “horrible e inútil castigo”, el más irreparable de todos los fallos judiciales. Su crítica iba mucho más allá de las ideas de la mayor parte de sus contemporáneos. Acababa de publicar una de sus obras más conocidas sobre el tema, Le Dernier Jour d’un Condamné. En el prólogo que escribió para la edición de 1832, lamentaba que el debate sobre la pena de muerte solamente hubiera llegado al congreso francés cuando podía afectar a antiguos ministros, es decir, solamente cuando ponía en peligro la vida de poderosos. Como recordaba Víctor Hugo, las verdaderas víctimas eran los miserales conducidos por su pobreza del robo al asesinato y de ahí a la guillotina. Decepcionado con sus antiguos compañeros de la Revolución de 1830, Víctor Hugo no pretendía solamente abolir la pena de muerte, algo que tampoco consiguió, sino “una reforma completa del sistema penal” para que no estuviera dirigido contra las clases más desfavorecidas de la sociedad.
Aunque no se alcanzó su erradicación, los debates sobre la pena de muerte impulsaron la aprobación en abril de 1832 de una nueva normativa judicial, que eliminaba los suplicios más degradantes infligidos a los reos, por ejemplo las mutilaciones o las marcas en la piel mediante hierro al rojo. Esta misma normativa también introdujo la posibilidad de alegar “circunstancias atenuantes” en casos de homicidio. En los años siguientes, los jurados emplearon frecuentemente este recurso para atenuar las consecuencias de los veredictos de culpabilidad en casos de envenenamiento, particularmente cuando los resultados de los análisis químicos eran contradictorios y existían dudas razonables acerca de las pruebas del veneno. Dicho de otro modo, es bastante probable que si el juicio de Plançonneau se hubiera demorado unos años, su vida habría acabado en prisión y no en la guillotina.