Epidemias y sociedades: Perspectivas historicas del tiempo presente
Durante el año académico 2018, el profesor de historia de la medicina Frank M. Snowden impartió un curso de historia de las epidemias en la Universidad de Yale. Pretendía responder así al interés suscitado por las últimas alarmas causadas por nuevas enfermedades como el ébola, el síndrome respiratorio agudo grave (SARS) o la gripe aviar. También pretendía estudiar la relación entre epidemias y sociedades a lo largo de la historia, a través de su impacto en la política, las artes y la economía, así como también analizar su papel en las grandes transformaciones históricas. Al preparar sus clases comprobó que no existían apenas cursos semejantes en la universidad norteamericana, ni tampoco manuales adecuados para impartirlos, por lo que decidió escribir su obra Epidemics and society que apareció en 2019, es decir, pocos meses antes de que se descubriera un nuevo coronavirus que cambiaría la historia de los años siguientes.
Su libro está repleto de interesantes indicaciones a través de la larga, y previsiblemente duradera, relación entre enfermedades epidémicas y sociedades humanas. Sus ejemplos muestran que las epidemias no son acontecimientos completamente aleatorios, ni tampoco inevitables o fruto de la providencia, aunque muchas veces se expliquen así. Los microbios, tambien los virus, son organismos sociotecnológicos, una mezcla indiscernible de naturaleza y cultura sin solución de continuidad. Sus consecuencias están todavía más fuertemente relacionadas con las respuestas de las sociedades que con su estructura genómica. Por eso, una parte de la clave para abordar estas crisis reside en las ciencias sociales, también en la historia. En esta primera entrega se resumen varios pasajes del último capítulo, en el que trata de una de las primeras pandemias del siglo XXI, el SARS de 2002-2003, con muchas semejanzas a la de 2020. En una entrega posterior se resumirán sus conclusiones finales en las que se ofrecen indicaciones explícitas de que una pandemia semejante a la causada por el nuevo coronavirus SARS-CoV-2, responsable de la enfermedad COVID-19, podría producirse y ofrece claves para estudiar sus causas, efectos inmediatos y consecuencias a largo plazo.
El libro de Snowden revisa todo un conjunto de epidemias desde la antigüedad hasta el siglo XX como, por ejemplo, la viruela, la peste negra, la fiebre amarilla, el tifus, el cólera, la tuberculosis y el sida. Analiza las cambiantes respuestas dadas por la medicina de cada momento, desde los textos hipocráticos y los escritos de Galeno hasta la aparición de la moderna medicina clínica durante el siglo XVIII y la llegada de la teoría microbiana de la enfermedad, de finales del siglo XIX. También analiza las diferentes respuestas para atajar las pandemias mediante cuarentenas, confinamientos, remedios curativos variados y vacunas. Recuerda que muchos de estos métodos tuvieron una eficacia dudosa y muy variable según la enfermedad y la población en cuestión, dando lugar a fuertes controversias entre la comunidad médica que se dividió, por ejemplo, frente al carácter contagioso o no de las enfermedades, así como las causas de su propagación y los medios para atajarla. También revisa Snowden la culpabilización de determinados grupos durante las pandemias, una carga que afectó por lo general a colectivos marginados, fácilmente estigmatizables para enfocar el odio de la población hacia minorías étnicas, población migrante, colectivos religiosos, etc… y ofrecer así una respuesta sencilla y con capacidad para justificar acciones drásticas y violentas. Por ejemplo, con las primeras apariciones del cólera en poblaciones europeas, alrededor de 1833, se culpabilizó a diversos colectivos (frailes, judíos, disidentes, etc.) de haber envenenado los pozos con arsénico, dada la similitud de los efectos de este veneno con los síntomas de una enfermedad por entonces conocida en Europa.
Todos los capítulos contienen interesantes indicaciones acerca de la actual pandemia de 2020, también las conclusiones de su último capítulo dedicado a las enfermedades emergentes de los primeros años del siglo XXI. Snowden comienza este último apartado revisando informes militares en los que se consideraban las enfermedades epidémicas no solamente como una amenaza para la salud pública sino también para la seguridad nacional y, en términos más generales, para la geopolítica y el orden económico internacional. Uno de estos informes de finales del siglo XX señalaba que la aparición de nuevas enfermedades supondría “decrecimiento económico, fragmentación social, y desestabilización política”, seguida de fuertes tensiones internacionales debido a la competencia por recursos cada vez más reducidos. En otro informe de 2003 (The global threat of new and reemerging infectious diseases) se consideraba que, una vez abandonadas las grandes guerras, el principal riesgo de seguridad eran las grandes pandemias que pondrían en cuestión la capacidad de los Estados para mantener el orden social.
Snowden también muestra que los informes procedentes de las instituciones médicas no eran menos alarmantes respecto a la posibilidad de una gran crisis epidémica a principios del siglo XXI. Un informe del Gobierno norteamericano de 1996 ya alertaba que los recursos para combatir enfermedades infecciosas eran claramente inadecuados. Se proponía crear mejores sistemas de vigilancia de epidemias a nivel local, regional, nacional e internacional, así como el refuerzo de la investigación científica para asegurar la disponibilidad de medicamentos, vacunas y ensayos diagnósticos suficientes en caso de una gran pandemia.
A nivel global, la OMS también realizó informes y dio pasos importantes ante los retos de las nuevas enfermedades. Se crearon nuevos organismos para combatir enfermedades globales como el sida, la malaria o el cólera. Y se constituyeron organismos de respuesta rápida (GOARN), para facilitar recursos a países pobres para atajar rápidamente nuevos brotes. El grupo inicial disponía de más de quinientos expertos y disponía de abastecimientos permanente de medicamentos para hacer frente a posibles brotes.
Los mecanismos creados durante los años finales del siglo XX y los primeros del siglo XXI fueron puestos a prueba con la llegada de nuevas enfermedades epidémicas que confirmaron las alertas señaladas en los informes médicos y militares. La primera fue la pandemia de síndrome respiratorio agudo grave (ahora denominada SARS-CoV-1 por el virus que la ocasiona) que comenzó en noviembre de 2002 en la provincia china de Guangdong. En los meses iniciales el Gobierno chino ocultó las malas noticias y limitó el acceso a equipos médicos internacionales. Finalmente, en marzo de 2003, la OMS declaró una alarma global. En los meses siguientes el brote se extendió por 29 países de los cinco continentes. Unas 8000 personas se infectaron de las cuales alrededor del 9 % fallecieron. Estas cifras tan pequeñas, si se las compara con la pandemia actual, produjeron el cierre del espacio aéreo de zonas muy amplias, la paralización de la actividad económica y pérdidas enormes en los países asiáticos.
Tal y como recuerda Snowden, el virus SARS-CoV-1 presentaba características que lo transformaba en un peligro dentro de las sociedades globalizadas del siglo XX: era fácilmente transmisible entre personas y difundido mediante el transporte aéreo, un período de incubación de más de una semana, síntomas fácilmente confundibles con otras enfermedades, graves consecuencias para el personal médico que se infectaba con facilidad, y la ausencia de vacunas, tratamientos y ensayos diagnósticos, en parte por el desconocimiento del coronavirus causante en esos años. Por suerte, se comprobó la transmisión del virus entre personas era limitada, salvo en un grupo muy pequeño de “supercontagiadores” (“supershedders”), cuyo papel y rasgos era mal conocido en la época, entre otras cuestiones porque ponía en cuestión uno los dogmas centrales de la epidemiología, a saber, que los pacientes infectados tienen aproximadamente la misma capacidad de infección y, por lo tanto, resulta posible así establecer unos índices de contagio que se pueden alterar en función de medidas de contención diversas. La existencia de este grupo de “supercontagiadores” fue un reto para el saber epidemiólogico de esos años, al igual que, por ejemplo, la naturaleza vírica de la gripe de 1918 no pudo ser entendida desde la teoría microbiólogica de principios del siglo XX, una teoría que tantos éxitos había producido anteriormente en el control de enfermedades como el cólera o la tuberculosis.
En cualquier caso, y a pesar de todos los retos, la respuesta internacional fue exitosa y la OMS pudo declararla bajo control en el verano de 2003 hasta su total erradicación. Se comprobó así las ventajas de la colaboración a través de las nuevas tecnologías de la información de grandes equipos de especialistas que consiguieron identificar y contener el virus en un tiempo record. A pesar de los saberes especializados y la avanzada tecnología disponible, las acciones que consiguieron frenar el virus fueron las empleadas en los siglos anteriores en el control de epidemias: detección de casos, seguimiento, aislamiento, cuarentenas, higiene personal y barreras de protección como máscaras, guantes y batas. Los contagios comunitarios fueron esporádicos y se contuvo en el seno de los hospitales, dado que se dispuso de recursos suficientes en un momento de bonanza económica y escasos conflictos bélicos. No obstante, algunos de los que lucharon en la primera línea, observaron también numerosas flaquezas y se preguntaron qué habría pasado si el virus hubiera circulado por países más pobres y con peores sistema de salud pública. Uno de ellos fue el doctor Paul Caulford que atendió a pacientes en el hospital Scarborough de Toronto. En diciembre de 2003, cuando todo había pasado, escribió:
“El SARS debe cambiarnos para siempre, tanto en el trato que dispensamos a nuestro planeta, como en el modo de organizar los cuidados médicos ¿Estaremos listos cuando regrese? El SARS puso de rodillas a uno de los mejores sistemas públicos de salud del mundo [el de Canadá] en cuestión de semanas. Me aterra pensar lo que esta enfermedad podría hacer a una comunidad sin nuestros recursos y tecnologías. Sin cambios sustanciales en la forma en que gestionamos la prestación de atención sanitaria, tanto a nivel local como mundial, nos arriesgamos a una aniquilación de millones de personas, ya sea por este virus o por el próximo, unas muertes que serían evitables si actuáramos de otro modo”
¿Estamos listos para su regreso? ¿Hemos cambiado para siempre como requería el virus de 2003? Son las preguntas que analiza Snowden en la última sección de su libro, que se centra en la primera pandemia de coronavirus SARS entre 2002 y 2003. Tal y como apunta Snowden, a pesar del éxito relativo en la contención, hubo muchas reflexiones críticas acerca de las limitaciones de los sistemas de salud para afrontar nuevos riesgos en un mundo marcado por fuertes desequilibrios que favorecían la expansión de epidemias semejantes. Fueron más las palabras que los avances conseguidos en la mayor parte de casos.
La crisis siguiente del ébola en África tampoco sirvió para la reacción esperada. Más bien confirmó los peores presagios, agravados con el deterioro de los sistemas públicos de salud tras los recortes producidos durante la gran crisis económica iniciada en 2008. El ébola (denominado así en referencia a un río del Congo donde se detectó) llegó justo después de esta gran crisis que incrementó las diferencias locales e internacionales en el acceso a la salud y sirvió además de excusa para reducir las aportaciones a las organizaciones internacionales de lucha contra las pandemias. Aunque hubo casos anteriores, la situación más crítica tuvo lugar entre 2014 y 2016 en África occidental. La epidemia se contuvo en África, con casos esporádicos en otros continentes. Produjo una gran mortalidad debido a la ausencia de tratamientos y acceso a cuidados médicos. La única esperanza para pacientes graves era la cercanía de hospitales con unidades de cuidados intensivos adecuadas, un recurso imposible para la mayor parte de la población en países como Liberia, Sierra Leona o Guinea, y un lujo reservado a las élites en las pocas ciudades africanas con hospitales suficientemente equipados. Aunque hubo llamadas a la solidaridad, la ayuda internacional fue tardía y escasa.
Las víctimas no solamente sufrieron del dolor físico de la enfermedad sino también de un fuerte estigma social por parte de las comunidades aterrorizadas por el virus. También se produjeron situaciones similares con el personal sanitario, una quinta parte del cual resultó infectado. El impacto en la economía del primer mundo fue moderada, pero tuvo efectos devastadores para los territorios africanos: cierre de empresas que nunca se volvieron a abrir, incremento de la pobreza, fuertes hambrunas producidas por la caída de la producción agrícola y ganadera, descenso en picado de ingresos exteriores por la cancelación del turismo y el fin de inversiones extranjeras, cierre de aeropuertos y compañías aéreas, suspensión de los sistemas educativos a todos los niveles, etc. La población general quedó así empobrecida y peor nutrida, de modo que fue más vulnerable a nuevas enfermedades. Los conflictos sociales se agudizaron como también se acrecentó la emigración a países del primer mundo que respondieron con muros y concertinas.
Tal y como apunta Snowden al final de su libro, este segundo escenario de crisis sanitaria tampoco sirvió para provocar la reacción radical necesaria para mejorar el control internacional de pandemias. Todas las alarmas encendidas por el primer SARS de 2002 se confirmaron. Muchos responsables sanitarios denunciaron que el sistema de contención había estado a punto de quebrarse y a punto estuvo de producirse la expansión de la enfermedad por los cinco continentes, con incalculables consecuencias a nivel mundial. Las dos grandes pandemias del siglo XXI revelaron lo que Snowden considera como los tres grandes problemas para combatir las pandemias: la mercantilización de la medicina, la carencia de sistemas de atención universales, y la persistencia de fronteras nacionales en un mundo de enfermedades globales. Vale la pena traducir lo más literalmente posible algunos de los párrafos con los que concluye la obra:
“El primer problema es la consideración de la enfermedad como una mercancía, un producto de mercado, en lugar de como un derecho humano. Mucho antes de que estallara el Ébola, los intereses del mercado impidieron que África occidental tuviera herramientas para hacer frente al brote. Las empresas farmacéuticas dan prioridad al tratamiento de enfermedades crónicas de las naciones industrializadas, donde esperan obtener beneficios, mientras que desatienden la investigación de medicamentos y vacunas para enfermedades infecciosas que afectan a los países pobres […] Otra consecuencia del afán de lucro en el terreno de la medicina fue también dolorosamente evidente entre 2013 y 2016: la ausencia de sistemas de atención de salud operativos y accesibles para todos. El ébola circuló silenciosamente durante meses en el África occidental porque no había ningún medio de vigilancia. Una infraestructura de salud pública y un acceso garantizado a ella son herramientas esenciales y necesarias para activar las alarmas, proporcionar información oportuna, aislar los casos infecciosos y administrar los tratamientos oportunos […] “Por último, las pandemias como el ébola se benefician de la ilusión imperante acerca la relevancia de fronteras nacionales en un contexto médico globalizado. Al estallar la enfermedad epidémica en la “lejana” cuenca de un río africano, el mundo desarrollado se durmió en sus laureles con la tranquilizadora creencia de que la enfermedad en el continente africano era, como mucho, una cuestión humanitaria, no una amenaza global que pusiera en peligro vidas en cualquier parte del mundo. Pero las enfermedades epidémicas son una parte ineludible de la condición humana, y la modernidad, con su sobrepoblación, sus ciudades abarrotadas y los rápidos medios de transporte entre ellas, crea las bases para asegurar que las enfermedades infecciosas de un país tienen potencial suficiente para afectar a todos los otros. El desastre de salud pública en África occidental se construyó sobre la incapacidad de tomar decisiones relativas a la salud desde perspectivas de bienestar sostenible de la especie humana en su conjunto, en lugar de fundamentar las decisiones en intereses insostenibles de naciones individuales. Para sobrevivir al desafío de las enfermedades epidémicas, la humanidad debe adoptar una perspectiva internacionalista que reconozca nuestra ineludible interconexión.”
Sin conocer que sus palabras resultarían proféticas pocos meses despúes, Snowden concluyó su libro de 2019 con tres medidas urgentes destinadas a “prepararse para el inevitable -y posiblemente mucho mayor- desafío sanitario a nivel global que vendría en el futuro, ya sea del virus del ébola o de un microbio diferente”.
La primera propuesta de Snowden era el establecimiento de sistemas de atención de la salud en todas partes y para todas las personas. En segundo lugar, sugería la dirección y coordinación de las medidas desde una perspectiva internacional a través de una Organización Mundial de la Salud bien financiada, con personal competente y siempre vigilante. Por último, recomenaba una mejora drástica y urgente de la relación entre el sistema económico global y la salud pública. “Un sistema que descuida lo que los economistas llaman eufemísticamente externalidades negativas”, profetizaba Snowden en 2019, “acabará por provocar un fuerte coste en términos de salud pública”.
Los ejemplos del libro de Snowden muestran que las enfermedades epidémicas no son acontecimientos aleatorios. Se propagan a lo largo de quiebras marcadas por la degradación ambiental, la superpoblación y la pobreza. Si se desea evitar epidemias catastróficas, concluye Snowden, resulta necesario “adoptar decisiones económicas que tengan debidamente en cuenta las vulnerabilidades para la salud pública derivadas de ellas”. Es urgente que las personas que toman estas decisiones asuman su parte de responsabilidad en las terribles consecuencias para la salud que se derivan de su afán de lucro. Según Snowden estas recomendaciones se pueden expresar en términos de una sabiduría muy antigua, pero que resulta ahora completamente pertinente: el viejo lema del derecho romano “Salus populi suprema lex est“. La salud pública debe ser la ley suprema o, al menos, debe prevalecer sobre la codicia naturalizada por las leyes del mercado.